martes, 5 de junio de 2012


Son las siete de la mañana de un domingo cualquiera, el silencio reina, podía dormir hasta más tarde pero la ansiedad apenas si me permitió dormir la noche anterior, y en mi primer pensamiento, justo al despertar, no puede existir otra cosa, hoy juega mi equipo, hoy hay que ir al estadio.
En unas cuantas horas tendré un encuentro con mi verdadero yo, con mi corazón, con unas emociones que le darán un agridulce sabor a la vida.
Casi catapultado salto de mi cama y al abrir el cajón del armario, la veo, brillante, lujosa e imponente, la camiseta de mi equipo. Porque es mío, mío y de todos los que lo siguen igual que yo, mío porque yo ayudo a pagarlo cuando compro la entrada para el partido.
El desayuno, el baño y esas cosas pasan sin mayor importancia y la mañana se hace especialmente eterna. Mi madre pasa y me ve con la camiseta puesta haciendo un gesto desobligante, recordándome que nunca entenderá porque le doy tanta importancia al futbol. Seguidamente el vecino me recuerda con burlas cuantos años lleva mi equipo sin ser campeón, pero ni las burlas de los vecinos ni los gestos de mi madre logran quebrantar mi espíritu, nada evitara que este día sea especial.
Horas antes de salir ya estaba listo y salgo horas antes del juego, para evitar contratiempos, el tráfico y todas esas cosas que tal vez debería prever también antes de salir a trabajar. Como no tengo carro, me dispongo con una alegría particular a tomar el bus, y contemplo con detalle la urbe, la miro con más amor, pienso en que en el momento que los jugadores estén en la cancha, estarán de algún modo defendiéndola. 
En los andenes, en las esquinas, comienzan a asomar las camisetas de mi equipo, familias y grupos de hinchas comienzan a movilizarse igual que yo, al encuentro con un sentido de vida que a su vez parece no tener sentido, con un amor que solo entienden los que lo sienten, con un equipo que nos pone a tambalear en la línea que separa el jubilo de un dolor desgarrador en el alma.

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